martes, enero 02, 2007

Sobre celulares y calandrias

por danila

El Paraíso, de donde es oriundo mi esposo, es un pequeño pueblo en el partido de Ramallo, provincia de Buenos Aires. Hace honor a su nombre sobre todo porque retiene ciertas cualidades de la humanidad y de la naturaleza que los bichos urbanos hemos dejado atrás. Al salir de la Ruta 9 y tomar el acceso, el cambio de paisaje es abrumador. A los dos costados, campos de maíz y soja; por arriba cruzan calandrias, zorzales, cotorras y hasta algún pato.



El Paraíso es un lindo lugar para parar la rueda y reflexionar, sobre todo en los últimos días del año cuando a una se le da por hacer balances y proyecciones (y no hablo de los financieros!) y también para observar a la gente (al fin y al cabo, para qué sirve la vuelta del perro?).

La noche del 29 fuimos a comer carlitos a La Martina en villa Ramallo (mi cuñado jura y perjura que solamente los porteños desconocen que el verdadero nombre del tostado es carlitos). En la mesa de al lado había un grupo de siete adolescentes. Salen a divertirse y a pasar un rato juntos ahora que están de vacaciones, pensé. Miré con mayor detenimiento. Cinco de los siete estaban mandando mensajitos de texto en sus celulares. Curioso, estás con unos amigos pero charlás con otros que no están...

Mi propio celular en ese mismo instante en que llegué a esa conclusión sociológica, agonizaba, emitiendo patéticos beeps en intervalos regulares, sobre la mesita de luz donde lo había dejado al partir.

Al día siguiente, bajo la planta en el patio de mi suegra, mientras racionábamos el Off (porque en Ramallo ya no se conseguía un sólo frasco), comíamos duraznos y escuchábamos la radio.

Los duraznos estaban buenísimos. Mi suegra le había comprado una canasta de 4kg a un productor que tiene su propio sistema de distribución y venta directa. Va pueblo a pueblo con su camionetita, sus duraznos y sus dos hijas. Se detiene y ellas bajan, cada una con una canastita. Visitan las casas ofreciendo los productos a un precio módico, digno de sorprender al mismísimo Guillermo Moreno: $1 el kilo de durazno. "¿No tienen calor?" pregunta mi suegra. "Y, un poco" contesta timidamente la mayor de las vendedoras.

Escuchábamos por la radio una entrevista a la vecina rosarina Patricia Suárez, autora de Switch, una novela que se entregará en capítulos por celular. Suárez es una suerte de Charles Dickens de la modernidad, pensé. Solo que para leer esta novela tenés que estar en la red de Movistar y tener un aparato suscripto a WAP. Me intriga cómo será el lenguaje. Cada capítulo, segun entendí, tendrá 2000 cc (un poco menos de lo que llevo escrito en este post). Interesante.

En el mismo lugar, abajo de la planta, pero durante el almuerzo familiar del 1ro de enero, me puse al tanto con las historias de la zona. Me llamó la atención la de una pobre quinceañera que, en un momento de intimidad sexual, fue filmada por su novio con su celular. Vía blootooth, infrarojo, USB y otros conductos, se filtró a celulares vecinos y a la web. Barajaban mis primos versiones de que el padre se había enterado por un colega en la fábrica, que le mostró el videíto en su celular. Miles de incógnitas acerca de la privacidad derrumbaron mi tradicional entusiasmo por You Tube y la utópica democratización de los contenidos.

Pero la reflexión inmediatemente posterior a esa fue: la pucha, cómo ha penetrado el celular en las vidas de los argentinos en los cuatro años que estuve fuera del país. Según la consultora Prince & Cook, cuando me fuí en 2002 había 6.65 millones de líneas celulares en uso. En 2006, fueron 24.1 millones. 62% de la población! Ahora hasta en El Paraíso, junto al canto de las calandrias se pueden oír los ringtones de los celulares.

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